Mensaje
por Trigodon » Jue Mar 30, 2006 9:56 pm
No hay versión larga de ese cuento, es así. Lo recorté mentalmente.
Les dejo otro. Este es más largo, leanlo si tienen ganas, pero es medio cansador leer la pantalla. En este relato hay una influencia mas Lovecraftiana, algo así como un horror fantástico. Ojo, no le busquen lógica porque no la van a encontrar, por algo es un cuento fantástico.
El Jardín del Abismo
Voy a relatar esto sólo porque el fin está cerca. Al menos para mí. Las consecuencias que pueda tener el hecho de que yo abra la boca no serán distintas a las ya marcadas por el destino fatal en mi alma. Ya no tengo miedo, estoy resignado, pero no dudo que el terror volverá a sembrarse en mi rostro y moriré (si no lo estoy) antes de que pueda saberlo. No estoy exagerando. Su poder es mayor del que pueden imaginar mil personas juntas. Yo ya enloquecí. Es el primer paso, luego vendrá mi fin anticipado. El sol que bañaba el jardín ya se escondió, y todo el brillo que había antes no está más. Tampoco los cuerpos están aquí. Ahora estoy en un lugar oscuro...sin límites y en ninguna dimensión.
Ese pueblo, ese maldito pueblo, tuvo que cruzarse en mi camino para eliminar todo rastro de esperanza y vida dentro de mí. Tropecé con él el año pasado, 1926. Maldito pueblo y maldito invierno, conspiraron para que mi escape fallara. El camión en el que iba fue presa fácil de mi habilidad. Me trasladaban desde la cárcel de Bajada del Diablo hasta El Molle, donde había una cárcel de máxima seguridad, y fui bendecido con el traslado a ella. En Bajada del Diablo había conseguido varios amigos, por no llamarlos cómplices, realmente no sabía si era amistad. Todos ellos quedaron allí y a mi, por mala conducta, me llevaron aquel día hacía El Molle, que quedaba al Noroeste de Bajada del Diablo, por un camino consolidado. Era el amanecer cuando dejamos atrás mi vieja morada y tomamos la Ruta 11 hacia el Oeste en camino al nuevo agujero. Luego de recorrer cerca de 70 kilómetros logré abrir la puerta trasera del camión y salté de él en una curva lo necesariamente pronunciada como para que reduzcan la velocidad y así no lastimarme al caer. La nieve amortiguó mi caída, es lo único que le debo al invierno, que todo lo hacía mas horrible y siniestro.
Me cercioré de que los guardias que iban en el camión no se hubiesen alertado de mi precoz fuga. Y así fue. Me liberé de mi vieja camisa de presidiario, que sería lo que me delataría, y utilicé una cobija que tenía permitido llevar en el camión por el frío, le hice un agujero en el medio y pasé la cabeza por él. Era libre y no debía esperar, corrí hasta un letrero que se encontraba a unos ciento cincuenta metros hacia atrás y noté que había un camino casi olvidado que llevaba hacia el pueblo de Laguna Fría y, según el letrero, estaba 2 kilómetros. Los caminé con un ansia primitiva, como si fuese un famélico llegando a la comida.
La primera vista de Laguna Fría fue desde un pequeño alto topográfico, se veían una treintena de casas de madera con nieve en sus techos a los lados de una única calle. El aspecto general era cetrino, triste, y falto de vida. No se veía gente en las calles, y eso me favoreció, prefería dar un recorrido de reconocimiento previo a cualquier encuentro con los habitantes. Parecía un pueblo principalmente agrario, sostenido por la cosecha y el ganado ovino en épocas más favorables.
Antes de llegar a las primeras casas, divisé un dosel con un pequeño altar o algo semejante de ladrillos, de forma rectangular, de 2 metros de largo, 60 centímetros de ancho y con una altura de 50 centímetros. Parecía recientemente hecha, ya que no tenía rajaduras de ningún tipo ni muestras del paso de varios años. Estimé que tendría cerca de un año o como mucho dos.
Seguí adelante hasta llegar a las primeras casas, con humo en las chimeneas pero sin gente a la vista de mi puesto de espía en las ventanas. Más de seis cabañas revisé hasta hallar muestras de vida en aquel pueblo. Parecía una reunión o algo semejante, pero no parecían festejar nada, había un aire tenso en el ambiente, las caras eran de un semblante de preocupación. Principalmente fijé la vista en dos de ellos, un hombre gordo, calvo y con barba arbustiva, y en un joven delgado de bigote que se tomaba la cara repetidamente. No pude verles de frente a ninguno de los dos, ya que a ambos los veía de perfil, y no pude escuchar nada de lo que hablaban, el viento enmudecía cualquier sonido que pudiese salir de esa habitación.
Comenzó a nevar, y el frío me carcomía las entrañas, sentía los pulmones a punto de congelarse. Seguí mi recorrida sigilosa y llegué a otra cabaña con gente, era una mujer anciana, realizando tareas de limpieza de vajilla, aparentemente puliendo los cubiertos. Estuve un rato observándola, y parecía estar sola. Era una mujer delgada, quizás bonita cuando joven, pelo corto y blanco como esa nieve que me helaba la nuca, tenía el fuego a su espalda y generaba una luminiscencia macabra, ya que no había otra fuente de luz. Soy un reo (ex reo en este instante) y me asusté como un niño explorador ante un cuento de fantasmas. Ella levantó la cabeza como si supiese que iba a encontrar algo espiando en su ventana, fijo sus ojos en mí y durante un instante sentí terror, no solo porque la vieja me miró con la seguridad de que iba a encontrarme, sino que por ese instante de terror... ¡sus ojos!..¡Dios mío!...en sus ojos vi un brillo maligno, como si el fuego a su espalda traspasara el cráneo translúcido y aparezca una proyección de él en cada uno. No duró mas que un instante y creí enloquecer, pero al irse ese brillo, dudé de su existencia y supuse que había sido mi cansado cerebro que hacía días que no descansaba. La vieja se levantó del sillón en el que estaba y se acercó a la puerta, la abrió y me encontró de rodillas bajo su ventana, mi cuerpo no había reaccionado y me encontraba extrañamente tieso, estaba de rodillas ante una señora que no podía imaginar que tenía a un ex presidiario frente a ella. De esta manera, le pedí agua y comida, aduciendo que estaba perdido y que tenía hambre y sed. Me observó un momento y cordialmente me hizo pasar a su estancia, que era cálida y apacible. En seguida me trajo agua y pan casero, según dijo, lo único que tenía preparado. Lo comí con avidez y le agradecí mucho su gesto de amabilidad.
- Hoy es el día.- Dijo la anciana. Su comentario no fue digerido por mi cerebro y antes de poder preguntar nada, la vieja ojos de fuego insistió: -Hoy no es un buen día, no ha llegado en buen momento.-
Afuera seguía nevando, y la media mañana parecía el anochecer. Cuántos cúmulos de espesas nubes se alzarían encima de esos techos solitarios y tristes, cuanto enigma escondían las palabras por ella pronunciadas. Su voz cansada cual peregrino salió nuevamente de sus flácidos labios.
- Es el día del perdón, cuando todos somos juzgados por Él, y podemos alcanzar la paz o la locura.-
El fuego crepitaba y daba calor, que yo absorbía sediento de esa luminosa y antigua energía. Estábamos sentados uno frente a otro, ella en su sillón aterciopelado y yo en una silla de madera que había traído de la cocina, cuando las campanas de una capilla o campanario que yo no había observado sonaron dos veces, y la anciana dijo que faltaba media hora. Estaba demasiado confundido como para preguntar o hacer algún comentario inteligente al respecto; la fuga, la nieve, los ojos y sus palabras, eran demasiadas cosas para sentir y analizar, me sentí sobrepasado. El viento seguía soplando como cuando estaba afuera, no había sosiego allí. Pensé en matarla, como a ella, mi amor. Mi cara fue vista demasiado tiempo por aquella vieja maldita...¿porque me sentía nervioso?.
Esa deidad de la que hablaba (supongo que lo era), parecía ser más severo que los dioses convencionales, no era mi Dios. Se oían golpear algunos postigos de casas aledañas a causa de la ventisca, y la mañana oscura era un poco más siniestra de lo que era minutos atrás. La mujer miraba el suelo, dueño del polvo y olvido, que retozaban al compás de soplidos rasantes del viento que entraban por el resquicio de la puerta. Ese suelo parecía no haber sido barrido en siglos. Ella rezaba, o yo creí que rezaba. Con la mirada hacia abajo, balbuceaba cosas que no llegué a entender. Si, rezaba.
Le pregunté, en un acto impertinente, quién era Él, y cuando levantó la vista, vi por un instante nuevamente el brillo etéreo del fuego en sus ojos, luz que horadaba su cráneo como si fuese de cristal, pupilas inflamables llenas de odio por una décima de segundo.
Una única campanada de la capilla o campanario desconocido interrumpió la posible respuesta: - Es la hora.- anunció con pesar la anciana que poco antes había parecido, por una fracción de segundo, le enviada del diablo. Se levantó del sillón de terciopelo marrón y se encaminó hacia la puerta. Cuando ambos salimos, noté que de todas las cabañas salía la gente, viejos, jóvenes, niños, hombres y mujeres, y se paraban en el frente formando una hilera a cada lado de la calle. Traté de imitarlos, hacer lo que ellos hacían, me quede parado cerca del umbral de la puerta, esperando lo que ellos esperasen. Enfrente de mí, unos diez metros a la izquierda, logre divisar al hombre de barba arbustiva y unos treinta metros a la derecha, al joven de bigote que se tomaba la cara repetidas veces en aquella reunión.
El viento era más fuerte que antes y extrañamente uniforme, y soplaba desde donde yo había venido, a lo largo de la calle. Alrededor del dosel y el altar, la nieve se derretía como si en ese pequeño espacio existiese otra dimensión, en la que era primavera. Un temblor cada vez más perceptible se acrecentó cuando una nube negra salió del altar y lo destrozó, junto con el dosel. Esta nube negra se encaminó por la calle. Nube oscura, colosal y digna de los cíclopes, Brontes, Esteropes y Arges jugarían con ella y fabricarían el trueno y el rayo malignos, no para Zeus sino para el Ángel rebelde. Tenía una textura indescriptible. Parecía estar formada por una cantidad de gorgojos o pequeños insectos negros, cientos de miles, quizás millones, pero no podría asegurar lo que les estoy diciendo, sólo lo que creí ver.
Cuando pasaba frente a la gente, ésta inclinaba su cabeza en gesto de reverencia hacia "eso", y cuando se deslizó por delante del hombre gordo de barba, un apéndice largo y terminado en punta, semejante a una pata anterior de una Mantis religiosa, se formó de la cosa negra, se elongó hacia arriba y cayó con fuerza sobre la calva cabeza del hombre, que cayo muerto. Cuando pasó por delante de mí, un temblor, una ráfaga trémula se batió en mis piernas y casi caigo al suelo. Al pasar delante del joven de bigote, que parecía llorar inconsolablemente, ese apéndice, ese horripilante apéndice propio de un insecto igualmente horripilante, tocó su cabeza y el se desplomó como un muñeco de trapo. Ocurrió lo mismo con otra persona más adelante, fuera de mi vista. Mi terror ante estos hechos de inimaginable realidad y monstruosidad, realizados por esa sombra de la muerte, era inconmensurable. En el borde, en la frontera de la razón, ésta patinaba en hielo quebradizo, a punto de romperse.
Esa sombra artropodiana comenzó a elevarse perpendicular a la superficie en forma muy veloz y desapareció en las primeras capas de nubes. Mis ojos se perdieron en esos cúmulos de humedad que se alzaban sobre nuestras insignificantes cabezas y que cubrían el firmamento. Lo real e irreal se batían a duelo en algún recóndito rincón de mi ser. Lo espantosamente real ganó la contienda con una estocada mortal, observé los cadáveres desplomados en la nieve cuando el silencio mortuorio se apoderó del espació y tiempo. Las personas que estaban a su lado, seguramente sus familiares, se veían destrozados por lo ocurrido, inconsolables esposas e hijos que no sabrían que hacer con los jirones de vida que el destino les había dejado.
Cuando levanté la vista otra vez hacia la alfombra grisácea que cubría nuestro techo infinito, el colosal ser, dignos de los cíclopes de la antigua Grecia, caía como una gran roca, un meteorito, al vacío, justo encima de mi cabeza. Lo último que vi, con el terror licuando mis órganos, fue cuando desplegó dos apéndices artropodianos. Allí cerré mis ojos, y cuando una ráfaga trémula batió mis piernas, perdí la conciencia.
Cuando recobré los sentidos, me hallaba en un jardín hexagonal de verde césped, inmaculado, perfecto. Cada lado mediría unos quince metros y estaba rodeado de muros, sin puertas. Había un techado en galería siguiendo el perímetro del jardín. La arquitectura del techado y las delgadas columnas que lo soportaban me recordaba a aquel dosel que observé al llegar al pueblo y del que salió esa sombra escarabajo. Se oían ruidos que no pude definir con precisión, eran semejantes a golpear cemento con cemento.
Los tres cadáveres yacían sobre el césped, en el centro del jardín, uno al lado del otro en un cuadro calamitoso. Estaba aterrorizado, quizá no por el hecho de los cuerpos sin vida, sino que sus rostros, sus rasgos eran conocidos, muy familiares. Todos tenían mi rostro.
Por encima de todo no había mas que el cielo azul y un sol radiante, contraste absoluto, las antípodas del cielo cubierto por enmarañadas y entumecidas nubes grises bajo el cual esa enorme mancha caía sobre mi, un segundo, una hora, un día o quizá un milenio atrás. No pude determinar cuanto tiempo estuve inconsciente o si en ese momento estaba consciente.
Ahora, vivo o muerto, llegaban a mis oídos esos sonidos desde algún sector de ese techado. Me acerqué y cuando levante la vista, siguiendo las pistas auditivas observé una abertura obturada por una tapa del mismo material que el techo, cemento. De ese sector se desprendían las lúgubres notas de roca contra roca.
Entonces comprendí.
Estaban cerrando, reconstruyendo el pequeño altar y su dosel. Y yo estaba debajo, pero no sé donde. La reconstrucción que yo había estimado en un año o dos se estaba llevando a cabo en ese instante.
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Trigodon el Vie Mar 31, 2006 3:30 pm, editado 1 vez en total.